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miércoles, 18 de enero de 2023
Guillermo Simón. Pintor del mar.
LA BÁMBOLA
Guillermo Simón, pintor del mar
DIEGO MEDRANOEscritor |
La chispa del incendio de agua fue su exposición anterior en Madrid: “Génesis” (Galería Malvin, 2020). Ahí el agua era el “arché” de los presocráticos, el origen del mundo, el ombligo en el cuerpo natural, el laberinto en el pulgar, el principio básico y subsistente de la naturaleza, sí, del cual todo surge y al cual todo revierte. El incendio de agua actual -porque ella también quema y araña en sus saltos y furias- es la muestra en la Galería Llamazares de Gijón: “La piel de los espejos” (hasta el 30 de agosto). Más que una pictoricidad del agua –vaya por delante la pedantería- es todo lo contrario: una plasticidad de la misma. Un clima, vamos. Emergente en cuadros que nos sorprenden como tales pero que lo son. Lienzos que parecen fotografías y un realismo salvaje, pompa y espuma, donde uno sale sediento.
Guillermo Simón (1968) es el pintor de las patillas goyescas, las camisas de cuadros, la mirada negra y el trabajo diario que a otros agota. Tampoco hablaríamos aquí de hiperrealismo ni realismo, porque todo es memoria, y esa agua y ese mar móvil que él pinta en todas sus caras, sí, es cata de aire acorralado, atraco fugaz, presa aquí y ahora, grito azul o perfume último de la flor al punto de ser cortada. No hay un caballete ni una realidad enfrente que va desnudándose a golpe de pincelada, sin prisa porque pasen las horas, desmenuzando el detalle como la mejor joya. Una memoria del agua y del mar epidérmica, un agua que son todas las aguas, y un mar que son todos los mares, donde el reto –otra cacería, de ahí el título- es la captura de la luz en ese mismo medio. Simón es un vitalista irredento al que solo la pandemia pudo conducir ante este precipicio.
Comienza el pintor a negociar con el agua en dos tratos convulsos: su voluntad, en cualquier época del año, de bañarse mar adentro (playa de Rodiles); y su afición, a ratos, de remar en kayak, defendiendo una pintura que bucea al mismo tiempo que surfea o viceversa. Guillermo Simón trabaja cada día para volver al buen salvaje, como Picasso/Miró lo hacían para defender el niño interior. La plasticidad es superior a la pictoricidad : no le basta el pincel, usa las manos, el rodillo, la brocha, y hasta el chorro que no cesa no es el mismo, desde la paleta al vertido y todo lo que imaginamos por el medio. Todo un ecosistema del agua que, saliéndonos de la norma, no hace falta un trozo de calcetín o plástico para ser considerado “matérico”. La lucha lo es, y su desafío, porque nadie puede teorizar una pintura matérica sobre líquidos. Los grandes formatos sí son los del expresionismo abstracto/informalismo, en la pasión precisa e imprecisa por la textura, pero mucho más en lo que fue pintura en expansión. Todos los padres del abstracto hicieron esta clase de obra, mucho más que los figurativos, mucho por repeticiones. Ahí está Luis Gordillo.
¿Qué es lo que ocurre? Lo habitual. Desde unos prismáticos todo puede ser figurativo pero, al microscopio, surge el logos abstracto. ¿Qué quiero decir? Metidos en el pigmento/pigmento, en la molécula, en la célula marina, en la luz sobre la espuma y la ola y la pompa, la temperatura abstracta (y teórica) es eterna. Decía Manolo Vázquez Montalbán: “Hay que beber para recordar y comer para olvidar”. Este sueño de agua puro de Guillermo Simón, mar o rio, vaso de agua o temporal recogido con las manos abiertas, es rito iniciático y óptica fotográfica por entero. Ni es la agitación romántica ni la paz impresionista, la sensibilidad de los chorros y los choques y los golpes y saltos del líquido ecuestre, sí, podrían tener hasta un sesgo digital. Nada perdura, el viaje dura de estímulo en estímulo por las redes, mente saltamontes, imágenes sin memoria ni sentido, hace falta coraje para quedarse a vivir en un espejo, donde la identidad se doma cogiéndola por el cuello, y la fuga no es gratuita. El mundo entero de Simón –el más refrescante- es el de su agua verde (“La piel de los espejos VII y VIII”), que tiene mucho de angustia verde, también en un nuevo desafío que cuento ipso facto para irme a la playa.
Pere Gimferrer dijo siempre que la “angustia verde” no quiere decir nada –según las enseñanzas de Cabral de Melo- sin embargo, “la virgen se me apareció en un prado”, todo el mundo lo ve, aun siendo un concepto abstracto. La poesía, por tanto, debería ocuparse siempre de lo visualizable, dicho de otro modo. Puede que el ungüento o apósito sirva para la lógica lírica, la lógica poética, pero no para la pictórica. En sus cuadros verdes, en sus aguas verdemarinas, está la misma luna verde de Federico García Lorca, donde las vírgenes locas besan con mucha lengua a gitanos de guitarrón torcido, mucho duende en la garganta, el pistolón al cinto y la risa sin dientes, con mucha encía, junto a las palmas que echan humo y calientan como hogueras. El mayor simbolismo, Pere, es buscar otro color, y si decimos que en la Revolución Francesa el Sena bajaba rojo, todo el mundo entiende al río rojo, sin explicar por qué se cortaban las venas o los pescuezos (“no sé si cortarme las venas o dejármelas largas”, me decía una choni el otro día a la hora amarilla de la tos). Guillermo Simón, pintor serio, artista serio, es un matemático del volumen. Por eso en la exposición no faltaba quien pedía un flotador para seguir soñando. Un clima del agua nerviosa, ecosistema eléctrico, donde la vida moja y la muerte seca. “Yo trabajo como un jardinero”, dijo Miró. Guillermo Simón igual. Fíjense en el verde. Los verdes, Pere.
Diego Medrano
El Imparcial